Estaba desorientado. A mi alrededor no había nada,
absolutamente nada. Una inmensa y silenciosa extensión de color blanco
sin delimitar, como una enorme pista de patinaje sin el sonido del crujir del
hielo bajo las cuchillas deslizándose. Solo oía los latidos de mi corazón cada
vez más acelerados, como mi respiración, que asemejaba una vieja caldera antes
de estropearse, emitiendo sus últimos estertores. No tenía sensación de frío o
calor. Tampoco percibía olores que pudieran remitirme a algún lugar conocido.
Era una sensación extraña aunque no desagradable. Intenté gritar un
socorro o un auxilio pero, a pesar de la vibración de mis cuerdas vocales, era incapaz
de emitir sonido alguno. Quizás me había quedado sordo y no oía mi voz. O
ciego, como en el libro de Saramago en que una plaga inédita ocasiona una
repentina ceguera blanca. Un vacío blanco me envolvía y no tenía el hilo de
Teseo para encontrar la salida.