lunes, 29 de febrero de 2016

LA FRONTERA

Estaba desorientado. A mi alrededor no había nada, absolutamente nada.  Una inmensa y silenciosa extensión de color blanco sin delimitar, como una enorme pista de patinaje sin el sonido del crujir del hielo bajo las cuchillas deslizándose. Solo oía los latidos de mi corazón cada vez más acelerados, como mi respiración, que asemejaba una vieja caldera antes de estropearse, emitiendo sus últimos estertores. No tenía sensación de frío o calor. Tampoco percibía olores que pudieran remitirme a algún lugar conocido.  Era una sensación extraña aunque no desagradable.  Intenté gritar un socorro o un auxilio pero, a pesar de la vibración de mis cuerdas vocales, era incapaz de emitir sonido alguno. Quizás me había quedado sordo y no oía mi voz. O ciego, como en el libro de Saramago en que una plaga inédita ocasiona una repentina ceguera blanca. Un vacío blanco me envolvía y no tenía el hilo de Teseo para encontrar la salida.